sábado, 28 de noviembre de 2015

INTRODUCCIÓN

«LA reina de Inglaterra», dice Blackstone, ese sabio comentarista de las leyes y la Constitución de este país, «tanto es reina soberana, reina consorte o reina viuda». La primera de ellas es una soberana que reina por propio derecho, y ejerce todas las funciones de la autoridad real en su propia persona —tal el caso de su actual majestad la reina Victoria, que ascendió al trono tanto por legítima herencia como por el consentimiento del pueblo, y en plena conformidad con la antigua costumbre británica que Tácito señala en estas notables palabras: «Solent fœminarum ducta bellare, et sexum in imperiis non discernere»[1].
Sin embargo, ninguna otra princesa ha sido entronizada en esta tierra en circunstancias tan auspiciosas como nuestra presente señora soberana.
María I no fue reconocida sin derramamiento de sangre. El derecho de Isabel fue cuestionado. María II fue soberana sólo de nombre, y mucho dependió de la voluntad de su real esposo igual que una reina consorte. El arzobispo de Canterbury perdió la primacía de Inglaterra por negarse asistir a su coronación, o tomar los juramentos. Los mismos escrúpulos de conciencia impidieron a los obispos y clérigos no juramentados, y a muchos de la nobleza y la gentry inglesas, brindar su homenaje tanto a ella como a la reina Ana.
Por tanto, ninguna de esas cuatro reinas fue coronada con el consentimiento unánime de su pueblo. Pero las aclamaciones entusiastas que ahogaron el repique de campanas y los truenos de la artillería, al reconocerse a nuestra amada señora la reina Victoria en la abadía de Westminster, nunca podrán olvidarles quienes entonces oyeron la voz de una nación unida que se levantó en señal de asentimiento. Estaba presente, y sentí estremecerse los muros macizos de la abadía de la base a la torre con el sonido poderoso, cuando la explosión de entusiasmo leal dentro del augusto santuario halló eco en la multitud sin tropel que saludó a su reina por sufragio universal.
La reina soberana, además de cuidar del gobierno tiene que presidir todas las gestiones relacionadas con la realeza femenina, que en el reinado de un rey casado se delegan en la reina consorte; por tanto, ocupa más su tiempo y atención que un rey, para quien las leyes de Inglaterra disponen expresamente que no se le moleste con los asuntos de su esposa, igual que si fuera un esposo ordinario.
No ha habido más que tres reyes solteros de Inglaterra: Guillermo Rufus, Eduardo V y Eduardo VI. Los dos últimos fueron removidos a edad muy tierna; pero el Rey Rojo fue un solterón decidido, y su corte, sin restringirla la presencia e influencia beneficiosas de una reina, fue foco de profanidad y maldad.
Las reinas de Inglaterra, comenzando la serie con Matilde, la esposa de Guillermo el Conquistador, son cuarenta en total, incluida su actual majestad la reina Victoria, soberana de estos reinos, y nuestra venerada reina viuda Adelaida.
De ellas, cinco son reinas soberanas, y treinta y cinco son reinas consortes. Nuestra serie inicia, no de acuerdo al rango sino al orden cronológico, con las reinas consortes, de las cuales hubo veintiséis antes de que una mujer ascendiera al trono combinando en su persona el alto cargo de reina y soberana de Inglaterra. Las vidas de las reinas soberanas aparecerán a su debido momento, siendo nuestro gran objetivo presentar en una cadena regular y conexa la historia de la realeza femenina, rastrear el progreso de la civilización, el aprendizaje y el refinamiento en este país, y mostrar en qué gran medida la influencia de la reina los afectó en todas las edades.
Las esposas de los reyes de Inglaterra, aunque la constitución del reino las excluye sabiamente de toda participación en el gobierno, con frecuencia han ejercido considerable autoridad en los asuntos de Estado, y algunas han sido regentes del reino; cada una ha sido más o menos un personaje de importancia histórica, como se verá en las respectivas biografías.
La reina británica más antigua que menciona la historia es Cartismandua, quien, aunque mujer casada, parece haber sido la soberana de los brigantes por derecho propio. Esto sucedió alrededor del año 50.
Boadicea, o Bodva, la reina guerrera de los iceni, sucedió a su difunto señor el rey Prasutagus en el oficio regio. En su crónica, Speed nos ofrece una impresión curiosa de una de sus monedas. La descripción de su vestido y apariencia la mañana de la batalla que terminó tan desastrosamente para la amazona real y su país, citada de un historiador romano, es muy pintoresca:
«Después que hubo bajado de su carro, en el que se había conducido de una fila a otra para animar sus tropas, en compañía de sus hijas y su numeroso ejército se dirigió a un trono de césped pantanoso, ataviada a la usanza romana con una túnica de colores cambiantes, bajo la que llevaba unas enaguas muy densamente plisadas, colgándole las trenzas de su pelo dorado hasta las faldas. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro, y una lanza ligera en la mano, siendo de persona alta, y de semblante atractivo, alegre y modesto; así se mantuvo un tiempo de pie, tomando una pausa para revistar su ejército, y siendo considerada con silencio reverencial, les dirigió un discurso apasionado y elocuente sobre los males de su país».
El derrocamiento y muerte de esta princesa heroica tuvieron lugar en el año 60.
Hay razón para suponer que el majestuoso código de leyes que se llama common law de Inglaterra, atribuido por lo general a Alfredo, éste lo obtuvo de las leyes que primero estableció una reina británica. «Martia», dice Holinshed[2], «apodada Proba, o la Justa, fue la viuda de Gutiline, rey de los britanos, y protectora del reino durante la minoridad de su hijo. Percibiendo muy bien que la conducta de sus súbditos necesitaba reforma, ideó leyes sanas y diversas que los britanos, tras su muerte, llamaron los estatutos marcianos. Alfredo hizo que las leyes de esta princesa excelente, a quien todos elogiaron por su conocimiento de la lengua griega, se establecieran en el reino». Estas leyes, que comprendían el juicio por jurado y la justa herencia de la propiedad, posteriormente Eduardo el Confesor las reunió e incluso mejoró, y a los sucesores de Guillermo el Conquistador las exigieron tan tenazmente sus súbditos anglonormandos como anglosajones.
Rowena, la astuta princesa sajona que en mala hora para el infeliz pueblo del país se convirtió en la consorte de Vortigern en el año 450, es la próxima reina cuyo nombre aparece en nuestros primeros anales.
Guinevere, la reina de cabellos dorados de Arturo, y su infiel y homónima sucesora, se han mezclado tanto con las historias de los poetas románticos y trovadores, que sería difícil rastrear un solo hecho relacionado con cualquiera de ellas.
Entre las reinas de la Heptarquía sajona, saludamos a las madres nutricias de la fe cristiana en esta isla, quienes establecieron firmemente la buena obra que iniciaron la dama británica Claudia y la emperatriz Elena.
La primera y más ilustre de estas reinas fue Berta, hija del rey Cariberto de París, que tuvo la gloria de convertir a su pagano esposo Ethelbert, rey de Kent, a la fe que ella adornó tan brillantemente, y de instalar la primera iglesia cristiana en Canterbury. Su hija, Ethelburga, de igual manera fue el medio de inducir a su valiente señor Edwin, rey de Northumbria, a abrazar la fe cristiana. Eanfled, la hija de esta insigne pareja, más tarde consorte del rey Oswy de Mercia, fue la primera persona que recibió el sacramento del bautismo en Northumbria.
En el siglo VIII una ley solemne excluyó a las consortes de los reyes sajones de participar en los honores de la realeza, a causa de los crímenes de la reina Edburga, quien había envenenado a su marido Brihtric, rey de Wessex; incluso cuando Egberto consolidó los reinos de la Heptarquía en un imperio, del que se convirtió en bretwalda o soberano, no se permitió que su reina Redburga tomara parte en su coronación.
Osburga, la primera esposa de Ethelwulph y madre de Alfredo el Grande, también fue excluida de esta distinción; pero cuando a su muerte —o tras divorciarse, como dicen algunos historiadores— Ethelwulph desposó a la hermosa y lograda Judit, hermana del emperador de los francos, violó esta ley al colocarla a su lado en el Tribunal del Rey, y confiriéndole un trono y todos los otros honores a los que su alto nacimiento le daban derecho.
Esto proporcionó un pretexto a sus súbditos poco galantes para iniciar una revuelta general que encabezó su hijo mayor Ethelbald, quien lo privó de la mitad de sus dominios. Sin embargo, a la muerte de su padre, Ethelbald estaba tan cautivado por los encantos de la hermosa causa de su rebelión parricida, que ultrajó toda decencia cristiana casándose con ella.
La hermosa y desgraciada Elgiva, consorte de Edwy, ha ofrecido un tema favorito a la poesía y el romance; pero los partidarios de su gran enemigo Dunstan han mistificado tanto su historia, que no sería cosa fácil dar un relato auténtico de su vida.
Elfrida, la bella y falsa reina de Edgar, ha adquirido una infame celebridad por su implacable dureza de corazón. No poseía los talentos necesarios para realizar su designio de tomar las riendas del gobierno, tras haber asesinado a su desafortunado hijastro en el castillo de Corfe, ya que en esto fue totalmente desconcertada por el genio político de Dunstan, el espíritu maestro de la época.
Emma de Normandía, la hermosa reina de Etelredo, que después lo fue de Canuto, juega un papel destacado en los anales sajones. Existe un tratado en latín que en su alabanza escribió un historiador contemporáneo, titulado Encomium Emmæ; pero, a pesar de los elogios floridos que allí se derraman, el carácter de esta reina debe considerarse dudoso. La manera en que sacrificó los intereses de sus hijos habidos de su primer matrimonio con Etelredo, a los de su segunda y antinatural unión con el conquistador danés, es poco en su haber, y sin duda su hijo Eduardo el Confesor nunca la perdonó; a pesar de que este monarca, tras presenciar la manera triunfal en que su madre se limpió de las acusaciones de sus enemigos, superando la ordalía de caminar descalza, indemne, a través de nueve rejas de arado al rojo vivo en la catedral de Winchester, se arrojó a sus pies en un transporte de penitencia filial, imploró su perdón con lágrimas y se sometió a disciplina en el altar mayor, en penitencia por haberla expuesto a probar de tal forma su inocencia.[3]
Edith, la consorte de Eduardo el Confesor, no sólo fue un dama amable, sino educada. El historiador sajón Ingulphus, él mismo un erudito del monasterio de Westminster cerca del palacio de Edith, afirma que la reina en sus paseos con frecuencia solía interceptarle, y a sus condiscípulos, y les hacía preguntas sobre sus progresos en latín, o, en palabras de su traductor, «discutía cuestiones de gramática con ellos, en los que muchas veces les dejaba perplejos». A veces les daba una o dos monedas de plata de su propia bolsa, y les enviaba a la despensa del palacio a desayunar. Era hábil en la costura y con sus propias manos bordaba las ropas de su real esposo, Eduardo el Confesor. Edith es quizás la más interesante de nuestras reinas sajonas, y no fue sin pena que nos vimos impedidas, por la naturaleza del plan que hemos adoptado, de incluir su vida en la presente serie de Las vidas de las reinas de Inglaterra.





[1] Life of Agricola.
[2] Holinshed, Description of England, vol. i, p. 298, 4ª ed.
[3] Milner, Winchester.

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