«LA reina de Inglaterra», dice
Blackstone, ese sabio comentarista de las leyes y la Constitución de este país,
«tanto es reina soberana, reina consorte o reina viuda». La primera de ellas es
una soberana que reina por propio derecho, y ejerce todas las funciones de la
autoridad real en su propia persona —tal el caso de su actual majestad la reina
Victoria, que ascendió al trono tanto por legítima herencia como por el
consentimiento del pueblo, y en plena conformidad con la antigua costumbre
británica que Tácito señala en estas notables palabras: «Solent fœminarum ducta bellare, et sexum in imperiis non discernere»[1].
Sin
embargo, ninguna otra princesa ha sido entronizada en esta tierra en circunstancias
tan auspiciosas como nuestra presente señora soberana.
María
I no fue reconocida sin derramamiento de sangre. El derecho de Isabel fue cuestionado.
María II fue soberana sólo de nombre, y mucho dependió de la voluntad de su real
esposo igual que una reina consorte. El arzobispo de Canterbury perdió la
primacía de Inglaterra por negarse asistir a su coronación, o tomar los
juramentos. Los mismos escrúpulos de conciencia impidieron a los obispos y
clérigos no juramentados, y a muchos de la nobleza y la gentry inglesas, brindar su homenaje tanto a ella como a la reina
Ana.
Por
tanto, ninguna de esas cuatro reinas fue coronada con el consentimiento unánime
de su pueblo. Pero las aclamaciones entusiastas que ahogaron el repique de campanas
y los truenos de la artillería, al reconocerse a nuestra amada señora la reina
Victoria en la abadía de Westminster, nunca podrán olvidarles quienes entonces
oyeron la voz de una nación unida que se levantó en señal de asentimiento. Estaba
presente, y sentí estremecerse los muros macizos de la abadía de la base a la
torre con el sonido poderoso, cuando la explosión de entusiasmo leal dentro del
augusto santuario halló eco en la multitud sin tropel que saludó a su reina por
sufragio universal.
La
reina soberana, además de cuidar del gobierno tiene que presidir todas las
gestiones relacionadas con la realeza femenina, que en el reinado de un rey
casado se delegan en la reina consorte; por tanto, ocupa más su tiempo y
atención que un rey, para quien las leyes de Inglaterra disponen expresamente
que no se le moleste con los asuntos de su esposa, igual que si fuera un esposo
ordinario.
No
ha habido más que tres reyes solteros de Inglaterra: Guillermo Rufus, Eduardo V
y Eduardo VI. Los dos últimos fueron removidos a edad muy tierna; pero el Rey
Rojo fue un solterón decidido, y su corte, sin restringirla la presencia e
influencia beneficiosas de una reina, fue foco de profanidad y maldad.
Las
reinas de Inglaterra, comenzando la serie con Matilde, la esposa de Guillermo
el Conquistador, son cuarenta en total, incluida su actual majestad la reina
Victoria, soberana de estos reinos, y nuestra venerada reina viuda Adelaida.
De
ellas, cinco son reinas soberanas, y treinta y cinco son reinas consortes.
Nuestra serie inicia, no de acuerdo al rango sino al orden cronológico, con las
reinas consortes, de las cuales hubo veintiséis antes de que una mujer ascendiera
al trono combinando en su persona el alto cargo de reina y soberana de
Inglaterra. Las vidas de las reinas soberanas aparecerán a su debido momento, siendo
nuestro gran objetivo presentar en una cadena regular y conexa la historia de
la realeza femenina, rastrear el progreso de la civilización, el aprendizaje y el
refinamiento en este país, y mostrar en qué gran medida la influencia de la
reina los afectó en todas las edades.
Las
esposas de los reyes de Inglaterra, aunque la constitución del reino las
excluye sabiamente de toda participación en el gobierno, con frecuencia han
ejercido considerable autoridad en los asuntos de Estado, y algunas han sido
regentes del reino; cada una ha sido más o menos un personaje de importancia
histórica, como se verá en las respectivas biografías.
La
reina británica más antigua que menciona la historia es Cartismandua, quien,
aunque mujer casada, parece haber sido la soberana de los brigantes por derecho
propio. Esto sucedió alrededor del año 50.
Boadicea,
o Bodva, la reina guerrera de los iceni, sucedió a su difunto señor el rey
Prasutagus en el oficio regio. En su crónica, Speed nos ofrece una impresión
curiosa de una de sus monedas. La descripción de su vestido y apariencia la
mañana de la batalla que terminó tan desastrosamente para la amazona real y su
país, citada de un historiador romano, es muy pintoresca:
«Después
que hubo bajado de su carro, en el que se había conducido de una fila a otra para
animar sus tropas, en compañía de sus hijas y su numeroso ejército se dirigió a
un trono de césped pantanoso, ataviada a la usanza romana con una túnica de colores cambiantes, bajo la que llevaba unas enaguas muy densamente plisadas,
colgándole las trenzas de su pelo dorado hasta las faldas. Alrededor del cuello
llevaba una cadena de oro, y una lanza ligera en la mano, siendo de persona
alta, y de semblante atractivo, alegre y modesto; así se mantuvo un tiempo de
pie, tomando una pausa para revistar su ejército, y siendo considerada con silencio
reverencial, les dirigió un discurso apasionado y elocuente sobre los males de
su país».
El
derrocamiento y muerte de esta princesa heroica tuvieron lugar en el año 60.
Hay
razón para suponer que el majestuoso código de leyes que se llama common law de Inglaterra, atribuido por
lo general a Alfredo, éste lo obtuvo de las leyes que primero estableció una
reina británica. «Martia», dice Holinshed[2], «apodada
Proba, o la Justa, fue la viuda de Gutiline, rey de los britanos, y protectora
del reino durante la minoridad de su hijo. Percibiendo muy bien que la conducta
de sus súbditos necesitaba reforma, ideó leyes sanas y diversas que los
britanos, tras su muerte, llamaron los estatutos marcianos. Alfredo hizo que
las leyes de esta princesa excelente, a quien todos elogiaron por su conocimiento
de la lengua griega, se establecieran en el reino». Estas leyes, que comprendían
el juicio por jurado y la justa herencia de la propiedad, posteriormente
Eduardo el Confesor las reunió e incluso mejoró, y a los sucesores de Guillermo
el Conquistador las exigieron tan tenazmente sus súbditos anglonormandos como
anglosajones.
Rowena,
la astuta princesa sajona que en mala hora para el infeliz pueblo del país se
convirtió en la consorte de Vortigern en el año 450, es la próxima reina cuyo
nombre aparece en nuestros primeros anales.
Guinevere,
la reina de cabellos dorados de Arturo, y su infiel y homónima sucesora, se han
mezclado tanto con las historias de los poetas románticos y trovadores, que
sería difícil rastrear un solo hecho relacionado con cualquiera de ellas.
Entre
las reinas de la Heptarquía sajona, saludamos a las madres nutricias de la fe
cristiana en esta isla, quienes establecieron firmemente la buena obra que
iniciaron la dama británica Claudia y la emperatriz Elena.
La
primera y más ilustre de estas reinas fue Berta, hija del rey Cariberto de
París, que tuvo la gloria de convertir a su pagano esposo Ethelbert, rey de
Kent, a la fe que ella adornó tan brillantemente, y de instalar la primera
iglesia cristiana en Canterbury. Su hija, Ethelburga, de igual manera fue el
medio de inducir a su valiente señor Edwin, rey de Northumbria, a abrazar la fe
cristiana. Eanfled, la hija de esta insigne pareja, más tarde consorte del rey
Oswy de Mercia, fue la primera persona que recibió el sacramento del bautismo
en Northumbria.
En
el siglo VIII una ley solemne excluyó a las consortes de los reyes sajones de participar
en los honores de la realeza, a causa de los crímenes de la reina Edburga,
quien había envenenado a su marido Brihtric, rey de Wessex; incluso cuando
Egberto consolidó los reinos de la Heptarquía en un imperio, del que se
convirtió en bretwalda o
soberano, no se permitió que su reina Redburga tomara parte en su coronación.
Osburga,
la primera esposa de Ethelwulph y madre de Alfredo el Grande, también fue
excluida de esta distinción; pero cuando a su muerte —o tras divorciarse, como
dicen algunos historiadores— Ethelwulph desposó a la hermosa y lograda Judit, hermana
del emperador de los francos, violó esta ley al colocarla a su lado en el Tribunal
del Rey, y confiriéndole un trono y todos los otros honores a los que su alto
nacimiento le daban derecho.
Esto
proporcionó un pretexto a sus súbditos poco galantes para iniciar una revuelta
general que encabezó su hijo mayor Ethelbald, quien lo privó de la mitad de sus
dominios. Sin embargo, a la muerte de su padre, Ethelbald estaba tan cautivado
por los encantos de la hermosa causa de su rebelión parricida, que ultrajó toda
decencia cristiana casándose con ella.
La
hermosa y desgraciada Elgiva, consorte de Edwy, ha ofrecido un tema favorito a
la poesía y el romance; pero los partidarios de su gran enemigo Dunstan han
mistificado tanto su historia, que no sería cosa fácil dar un relato auténtico
de su vida.
Elfrida,
la bella y falsa reina de Edgar, ha adquirido una infame celebridad por su
implacable dureza de corazón. No poseía los talentos necesarios para realizar
su designio de tomar las riendas del gobierno, tras haber asesinado a su
desafortunado hijastro en el castillo de Corfe, ya que en esto fue totalmente
desconcertada por el genio político de Dunstan, el espíritu maestro de la
época.
Emma
de Normandía, la hermosa reina de Etelredo, que después lo fue de Canuto, juega
un papel destacado en los anales sajones. Existe un tratado en latín que en su
alabanza escribió un historiador contemporáneo, titulado Encomium Emmæ; pero, a pesar de los elogios floridos que allí se
derraman, el carácter de esta reina debe considerarse dudoso. La manera en que
sacrificó los intereses de sus hijos habidos de su primer matrimonio con
Etelredo, a los de su segunda y antinatural unión con el conquistador danés, es
poco en su haber, y sin duda su hijo Eduardo el Confesor nunca la perdonó; a
pesar de que este monarca, tras presenciar la manera triunfal en que su madre
se limpió de las acusaciones de sus enemigos, superando la ordalía de caminar
descalza, indemne, a través de nueve rejas de arado al rojo vivo en la catedral
de Winchester, se arrojó a sus pies en un transporte de penitencia filial,
imploró su perdón con lágrimas y se sometió a disciplina en el altar mayor, en
penitencia por haberla expuesto a probar de tal forma su inocencia.[3]
Edith,
la consorte de Eduardo el Confesor, no sólo fue un dama amable, sino educada.
El historiador sajón Ingulphus, él mismo un erudito del monasterio de
Westminster cerca del palacio de Edith, afirma que la reina en sus paseos con
frecuencia solía interceptarle, y a sus condiscípulos, y les hacía preguntas
sobre sus progresos en latín, o, en palabras de su traductor, «discutía
cuestiones de gramática con ellos, en los que muchas veces les dejaba perplejos».
A veces les daba una o dos monedas de plata de su propia bolsa, y les enviaba a
la despensa del palacio a desayunar. Era hábil en la costura y con sus propias
manos bordaba las ropas de su real esposo, Eduardo el Confesor. Edith es quizás
la más interesante de nuestras reinas sajonas, y no fue sin pena que nos vimos
impedidas, por la naturaleza del plan que hemos adoptado, de incluir su vida en
la presente serie de Las vidas de las
reinas de Inglaterra.
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